Después de tanto tiempo, aquí está
de nuevo el paisaje al que alguna vez se guardó rencor.
Casi como era debe ser todavía
si no fuese porque algo
tiene que haber cambiado desde entonces.
Como con una canción medio olvidada,
volver sería como tararear los fragmentos
que se recuerdan, completando
lo que falta atendiendo más al espíritu que a la letra.
Parece que mi querida prehistoria
todavía despierta en mí cierta curiosidad retrospectiva.
No es extraño, al fin y al cabo, aquel niño
irresponsable me estuvo caracterizando poco a poco,
entre fugas mentales y frecuentes hemorragias nasales.
Hoy recuerdo todo el primer tiempo,
y ciertos recuerdos entre otros porque así
es siempre. Pero pienso,
sin comprender muy bien por qué exactamente,
si bastaría para algo aquel lugar
único como todos, su aire inequívoco.
Aquel lugar tal y como lo conocí y sus inmediaciones,
fue sobre todo el bosque incierto de un parque,
niños en pantalones cortos entre los pinos,
a veces improvisadamente armados,
también yo vagamente irreal.
Travesuras de espíritus enconados, la nota chillona
en algún graznido de picaraza, o de abubilla,
nombres (Juan Cruz, Alberto, Martín, Mario, Berta…)
y nuestras pequeñas cumbres de infusa sabiduría infantil.
Entre los pinos estaba la Piedra de los Moros.
Intacto en el recuerdo su tamaño,
hoy ridícula seguramente, imposible parecería
que a su pie buscáramos con ahínco,
con vehemencia algo impostada, las joyas
engastadas en las empuñaduras de las espadas orientales,
los esqueletos moros, sus armaduras, sepultados
bajo la roca desprendida por el roce tenue
de un dedo sobrenatural: el berrinche protector
de una Virgen llena de Gracia, encantada y absurda.
La Casa China y los mejores huertos, junto al río,
pertenecían a otro barrio, otro mundo. Pero alguna vez,
volviendo de otro sitio, en las noches de verano
hicimos alguna incursión para robar fruta,
o por el simple hecho, no del todo consciente,
de querer saber cómo se está o es uno de noche
en los lugares que conoce y en aquellos que no.
Recuerdo el rozar seco de nuestros pies con la hierba,
el plumaje áspero y transparente de los cañaverales
agitados por una brisa bajo otra luz.
Sin ser nada más, las cosas y las horas intempestivas
nos situaban en extraños límites.
Allí, en algún lugar de aquel tiempo,
debe hallarse la primera intuición inencontrable,
como el lomo oscuro de un animal marino
o fantástico que desaparece
y vuelve un instante a la superficie
matizado por la luz que justo en él se enciende.
Recuerdo que más de una vez volví entre los pinos,
lejos del hogar buscando un respiro en la noche solitaria,
en silencio admirable e idiota, lamentando,
por ejemplo, el exceso de tener quince años,
o los amores de vista y los apenas más cercanos,
mezclando como sólo un adolescente sabe
las espumas del placer y los pórticos del tormento.
Quizá, en algún momento, hubiera sido posible
la virtud de contempler mon coeur et mon corps…?
No creo que este paisaje quiera verme volver.
Y luego están todas las pequeñas cosas,
pequeños detalles de nada.
Recuerdo algunas tardes tras los cristales húmedos,
la primera felicidad extraña de reconocerse
parcialmente en alguien,
una temprana pornografía en restos todavía suficientes.
Del colegio me queda el viejo conflicto
entre la sangre nueva y la vieja,
mediocre, beata, mala de puro vencedora,
representada por profesores pulcros
de guantazo implacable pegados al fino bigotito,
sus esposas de la femenina sección,
mediocres, beatas, sádicas de puro vencedoras.
Mas de todo se sale y va por ellos mi sin perdón.
Están los recuerdos de otros, que fueron
y son míos de otro modo (historias de la madre;
el abuelo trastornado sin parecerlo —la sangre
corría calle abajo en la guerra).
O desde anales lejanos, no sé,
el mito griego de la esfinge o aquel de Platón,
nuestro origen divino y olvidado,
toda la vida para reencontrarlo o un momento
de lucidez para rechazarlo, a pesar de su belleza.
Desde el balcón, la calle misma
o la estación, vendrían las despedidas a alguien que se iba
—a mí algunas veces, acompañado
de un ‘no cambies nunca’—,
para quien se agitaban las manos, nunca los pañuelos.
Lejos en otro lugar, tumbado junto una profusión insultante
de reflejos —en las orillas, en las hojas—
donde el río se sabe sin verse…
Sabes bien que una imagen
tuya en el agua corriente, aunque no hace daño,
no devuelve nada
y menos aún dice, por mucho que un río
haya simbolizado tradicionalmente el discurrir del tiempo,
sea escenario sagrado para tropezarse
en el monólogo interior y otros excesos.
Si bien las cosas que se mueven, que sobrevienen
o se van, lo mismo que el quietismo
o lo que se repite, tienen algo hipnótico que nos atrae.
De la sierra volviendo a casa, atravesando la plaza
que esta tarde atestada de palomas
se preparaba para la verbena.
El suelo de adoquín húmedo y sucio, las fachadas apagadas.
A todos los jolgorios les llega su fin de fiesta,
la misma tristeza quieta que en las ferias
y parques de atracciones antes de amanecer,
el mismo golpe de viento felliniano de ida y vuelta
nos coloca en un momento de debilidad
en el corazón de nuestros corazones,
como un trasunto desdibujado que nosotros mismos.
El balcón está abierto y a esta habitación llega
un silencio nuevo roto por fragmentos de una copla famosa
medio olvidada. No es otra fiesta,
empieza la jornada para los barrenderos municipales.
Apago la luz y enciendo lumbre.
El chasquido del mechero hace un quiebro
en el silencio mientras apuro la llama y el humo
en volutas desaparece en la oscuridad del cuarto.
El último cigarrillo es la medida del día que termina.
Todo un único y tenue vaivén en el pensamiento,
o es quizá todo el pensamiento del tiempo mismo.